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La arquitectura como activo ambiental
La inteligencia climática de la arquitectura vernácula
El poder del no
Conferencia: diseñar con energía solar
- 10/05/19
- Arquitectura
La historia de la humanidad es la historia de sus abrigos. La tradición arquitectónica y la arquitectura vernácula nos han proporcionado numerosos ejemplos de inteligencia aplicada a la arquitectura, abrigos perfectamente adaptados al clima, al territorio, a la geografía, a la cultura o a la economía de una determinada comunidad de seres humanos. El Arquetipo consume una mínima cantidad de agua, recursos locales y materiales autóctonos, siempre con muy bajo impacto ambiental y aprovechando, en numerosas ocasiones, fuentes diversas de energía renovable. El tiempo fue perfeccionando cada solución, generación tras generación, adaptando y mejorando la solución anterior a las nuevas circunstancias del grupo, por lo general ligado a una sociedad pre-industrial de reglas sencillas y una economía basada en la explotación sostenible de recursos naturales: “la tradición es transmisión”, tal como explica el etnomusicólogo, Polo Vallejo.
La sabiduría de la arquitectura vernácula
El abrigo, o envolvente térmica de la edificación, constituye uno de los elementos determinantes en la gestión de la energía en arquitectura, siempre atenta al clima y al lugar. Se define por la secuencia de muros, suelos y cubiertas que separan el espacio interior del espacio exterior o no calefaccionado; incluyendo, claro está, las ventanas y lucernarios: una piel a través de la cual se producen los intercambios de información, energía y vapor de agua entre interior y exterior. En ocasiones, la piel estará constituida por una o varias membranas, configurando un intermedio ligero y transpirable; otras, por el contrario, por una masa homogénea y pesada sin apenas huecos o aperturas. La envolvente puede también desdoblarse, en todo o en parte, generando un elemento espacial practicable o habitable. El aire confinado en este espacio interior, sumado a una buena orientación, resuelve algunas inclemencias del invierno: las tradicionales galerías de A Mariña en A Coruña, se proponen como elementos vernáculos de captación solar; una suerte de invernadero habitable y calefacción gratuita. A pesar del clima atlántico de la ciudad, su latitud garantiza unas horas de sol razonables, siempre y cuando la galería esté bien orientada hacia el sur, como es el caso. Esta es una pequeñísima muestra del aprovechamiento de la radiación solar por parte de la arquitectura vernácula, una energía tan poderosa que podría solventar en una hora las necesidades energéticas globales de un año para todo el planeta.
En relación al agua, la arquitectura vernácula ha sabido cuidar y mantener este valioso recurso durante miles de años; conscientes, nuestros antepasados, de su valor fundamental para que la vida pueda emerger, mantenerse y desarrollarse. No en vano, la presencia de agua determina el origen de gran parte de nuestras ciudades, situadas junto a ríos, lagos, pozos, embalses y otras formas de almacenamiento y provisión. Ante la escasez de agua, la arquitectura tradicional provee ingeniosos recursos para su recuperación: las cisternas situadas en los patios de la tradicional casa de Lanzarote, recuerdan el sistema agrícola de la Geria: un cono invertido que protege a la vid del viento isleño, al tiempo que recupera el agua de lluvia y evita su rápida filtración al subsuelo a través de la roca porosa de origen volcánico.
El intercambio y la conservación de agua y energía constituyen dos retos formidables a los que la arquitectura vernácula atendía de forma precisa en función de múltiples variables. La arquitectura contemporánea debe recuperar este sentido común de nuestros predecesores y su vinculación con los recursos particulares de un lugar, su clima y su cultura, su geografía y su paisaje: recuperar las bases de aquello que intuimos no cambiará nunca. La arquitectura popular debe ser inspiración en la lejanía, una reivindicación siempre necesaria, un origen. Su evolución y reinterpretación en la obra de nuestros maestros más cercanos propone, aún hoy, un verdadero aprendizaje desde su lección silenciosa: la ventilación natural en la obra de José Antonio Coderch; la luz bajo los huesos de Miguel Fisac; la sombra bajo las velas en Alejandro de la Sota; la inercia térmica en los muros enterrados de Fernando Higueras; el patio en Josep Lluís Sert; la orientación soberbia en la obra de Fernando Távora o Fco. Javier Sáenz de Oíza; el agua canalizada sabiamente por Ávaro Siza; escuchar la lección de la arquitectura en la obra de José Antonio Corrales y Ramón Vázquez Molezún, Luis Peña Ganchegui, Antonio Bonet, Josep María Sostres o José Luis Fernández del Amo, entre otros.
Como referencia contemporánea a esta antigua aspiración de la arquitectura por explicar y contener, de algún modo, el territorio, el clima, la cultura y el lugar como ecosistema, tal vez pueda servir aquí la instalación diseñada por MVRDV para la Exposición Mundial de Hanover (2000), una sucesión de paisajes apilados que propone nuevas afiliaciones entre lo natural y lo artificial. Como las antiguas casas rurales integraban con naturalidad la cosecha, los animales, la madera recién cortada, la veleta, la noria, el pozo o las redes de pesca en la tarea cotidiana de “extraer un cosmos del indisciplinado caos” (Bruno Latour). La arquitectura como ensamblaje híper-conectado. La arquitectura como activo ambiental.
Imagen principal: Una casa tradicional noruega con cubierta vegetal y estructura de madera en el Norsk Folkemuseum de Oslo. Foto © Miguel Ángel Díaz Camacho